jueves, 13 de octubre de 2016

Saber no ocupa lugar

Como dice mi abuela, yo nací indignada y así me pasa, que todo me parece mal.
Yo no sé si feminista se nace o se hace, pero cuanto más me fijo en ciertas cosas, más me enfado. Hace dos días, el 11 de octubre, fue el Día Internacional de la Niña y vi la famosa foto de “alienten a sus hijas a estudiar, a viajar, a crecer y NO a buscar marido” en Facebook. Estereotipos, estereotipos, estoy HARTA de ellos. Entré en la foto (que posteriormente publiqué) y claro, no sé por qué me sigue sorprendiendo que haya más mujeres en contra de esa foto.
Bueno, ¿y qué tiene de malo aconsejarles para un futuro con su pareja? ¡Parece que ahora estamos en contra de las familias!

¿Disculpe? ¿Mande? Señora, no es que esté en contra de las familias ni que yo quiera crear controversias,  pero ¿cómo puede defender que antes marido a realizarse como persona? ¿Por qué seguimos teniendo la cabeza tan llena de serrín? ¿Le digo por qué? La historia es sencilla, yo soy la mayor de cuatro hermanos y los dos pequeños son la parejita con 21 meses de diferencia. El niño es el mayor y luego está la niña. Como las dos mayores somos dos chicas y nos llevamos cinco años de diferencia, no reparé en algunas costumbres que tiene la gente. Pero para que se sepa, me duele cuando le dicen a mi hermana lo guapa que está. Que conste que es preciosa, puede ser amor de hermana-madrina, pero mi hermana es guapísima, lo tengo muy claro. Cuando nos hemos tenido que encontrar con amigos o familiares, cuando hemos paseado, la gente le dice “qué guapa estás”. Yo no soy madre, pero tengo una relación muy estrecha con ellos y la diferencia de edad (16 y 18 consecutivamente) puede ayudar, y me puede enorgullecer, pero lo que percibí fueron los comentarios cuando veían al niño: “qué energía tiene” o “qué espabilado estás”. ¿Qué pasa, que no es guapo? Él llamaba más la atención que ella en un principio, y aunque de vez en cuando le dijesen lo guapo que es, los comentarios iban más bien enfocados a su carisma, a que es buen deportista, a su inteligencia. ¿Ella no tiene energía, no es espabilada? Difícil de creer, cuando la ves dando botes, bailando, saltando. A estas alturas, puede que creáis que estoy planteando una obviedad: vivimos en una cultura (a nivel MUNDIAL) en la que la presión social sobre la mujer para que trate de alcanzar unos cánones de belleza establecidos es innegable. Una realidad en la que parte de las “obligaciones de una mujer” (lo pongo entre comillas porque yo sigo sin saber qué son las obligaciones de una mujer, no me lo enseñaron en mi casa, lo siento) parecen ser cuidar su imagen y estar guapa.

Durante mis vacaciones, mi hermana me preguntó “¿estoy guapa?”. Al escucharle, se me pusieron los pelos de punta. Acaba de cumplir ocho años y ya tiene interiorizada la idea de “estar guapa”, ¿por qué? Fácil. Nada como escuchar continuamente “qué guapa estás” acompañado de sonrisas y  gestos de aprobación. Hace ya dos años y medio que no vivimos bajo el mismo techo, pero sentí que quería borrar esa pregunta de su cabeza, para siempre. Tenía ganas de gritar al mundo y a ella especialmente “cariño, no estás guapa. ERES guapa, indiferentemente de la ropa que lleves o si te acabas de levantar, porque tienes CUALIDADES HUMANAS y una actitud ante la vida que te hacen ser preciosa: luchadora, inteligente, bondadosa, empática, valiente y muchas otras cosas más”.
Pero yo no puedo borrar esa pregunta de su cabeza, no lo puedo lograr si la gente continúa diciéndole lo guapa que está. Las palabras de alabanza y los mensajes positivos son clave para que los niños crezcan con una autoestima fuerte y se desarrollen felices, pero si la autoestima de una niña se basa en si los otros la ven guapa o no, estamos perpetuando los cánones de belleza y la “obligación de las mujeres”  a cumplir paradigmas preestablecidos, además de limitar su valor a determinada apariencia.
Y aquí es cuando reitero la importancia de estudiar, de viajar, de aprender cosas nuevas, no a buscar marido. Yo vivo con mi novio y hace poco me dijeron “qué suerte que tu novio te ayude en casa”. Y yo me quedé muda, en serio, era la viva imagen del emoticono del WhatsApp con los ojillos como platos, ¿cómo que qué suerte de que me ayuda en casa? La casa no es mía, es de los dos. Los dos trabajamos, los dos tenemos vidas. A veces cocino, a veces cocina, a veces pedimos a domicilio. A veces plancho y a veces plancha. ¿Por qué damos por sentado que YO porque he tenido la suerte de ser MUJER tengo que limpiar, cocinar, trabajar, planchar y encima estar como una diosa las 24 horas del día posibles? ¿Por qué no hay que alentar a las hijas a tener marido? PORQUE NADIE ALIENTA A HIJOS A TENER ESPOSAS, porque hay futuro sin casarse también. A mí nunca me han dicho que yo debía aprender a planchar camisas de hombre para un futuro con ellos. Ni cocinar, ni nada. A mí, mis padres nunca me han hablado de las “obligaciones de mujer”. Así que, si yo no tengo hambre y no quiero cenar, Xavier se hará un huevo y santas pascuas, y si mañana no trabajo y no me maquillo, no pasa nada, porque si lo hago ES POR MI, no por gustar a la sociedad, yo ya sé cómo soy.

Y habrá a quien le parezca que saco de quicio las cosas o que soy una histérica. Pero prefiero tomar medidas antes de tiempo. Mi hermana tiene ocho años y aún  no está metida en presiones sociales que antes o después percibirá: leerá revistas y verá la televisión. Habrá gente que le dirá (como a mi) “¿todo eso te vas a comer?”, pues si, ¡y si te descuidas me comeré tu ensalada mal aliñada también! No podemos evitar todo eso, ni quiero hacerlo, pero si quiero que tenga claro que lo importante es crecer como persona, luchar por lo que se quiere, estudiar lo que le gusta, vivir. Eso le va a hacer bella también. La belleza exterior es temporal, independientemente de cómo se vista, de cómo se peine, etc. Las palabras de todo el mundo tienen tanto impacto en ella como las mías en su autoestima y en sus creencias. Así que no digáis a más niñas que están guapas. Y a los que tienen chicos, hacedles ver que ellas pueden ser tan creativas, deportistas, fuertes y valientes como ellos.

Señora de Facebook, tan indignada como yo, pero de otro modo, entre todos podemos enseñar que algunas “formas de hablar preestablecidas” cambien y que así niños y niñas crezcan más felices y seguros de sí mismos; que he aprendido a utilizar un abrelatas con 24 años, y no soy “menos mujer”, que ya no vivimos en el siglo XX, y que no pasa nada si tengo 26 años, no estoy casada, no quiero hacerlo y no tengo hijos. No alentéis a hijas a buscar marido. Alentadles a ser mejores personas, a ser bondadosas, persistentes, curiosas, empáticas, tenaces, a ser valientes, a luchar, a viajar, a conocer, a aprender, a estudiar, a cualquier otra cualidad que apreciéis en ellas. Decidles que el saber no ocupa lugar.

Que el hecho de ser sentimental o que no se les den bien los números no les haga ser débiles o estúpidas. Que si cocinan o planchan es porque tienen hambre o porque tienen una entrevista hoy, no por un futuro con un hombre.

sábado, 24 de septiembre de 2016

Rarely

Some things just don't pan out how they are mean to…
You win some, you lose some… But the key is to just keep smiling and enjoy everything that comes your way… Life is for living not trying to correct what we should have done!
Why do we allow pain to creep inside our minds? We rarely realize the value of a moment until it becomes a memory… Life has so much to offer and so much to take, pain should not be included.


Suffering is optional and pain illusional.

We give and we take…
When is enough?
When will the drain that is our tears run out?
If that even so...

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Quinientos

Lo que nadie te dice cuando viajas y vives fuera es la lista de las miles de cosas que vas a echar de menos. Al principio todo el mundo estará contento, se alegrarán por ti e incluso, cuando llegue el momento del adiós, llorarán porque te vas. Pero vuestras vidas dejarán de ser compatibles, vas a perderte los cumpleaños, las comidas familiares, las quedadas con los amigos. Tu vida va a estar completamente aparte. Vas a sentir pena y… vas a llorar. Mucho. Pero nadie te dice eso. Nadie te dice la de kleenex que vas a gastar echando de menos a tu gente. Quinientos papelitos rodando por la sala. Porque para ellos sólo se ha ido una persona, mientras para ti se han ido todos nadie te va a decir la manera en la que la gente va a reaccionar cuando vean que con tu salario no puedes permitirte bajar en todas las vacaciones/puentes posibles. Ellos no van a estar para celebrar tus logros y tampoco van a estar para secar tus lágrimas. Así que, en tu nueva vida aprendes y comienzas a hacer tu “pequeña nueva familia”. Lo que te ha llevado años contar a amigos en tus zonas de confort, en tu nueva  morada quizá te lleve un par de meses.

Vas a hacerte fuerte por necesidad y te harás roca si ya eras o creías que eras fuerte. Vivir lejos te curte, como las manos en  el anuncio de Neutrogena. Vas a aprender la diferencia entre “problemas” y PROBLEMAS: te deshaces de muchas cosas y de muchas personas que no te aportan absolutamente nada. Pero entre otros, vas a conocer a personas increíbles y descubrirás que ni eras tan “rara” o “diferente” o “borde” como tú creías o el resto del mundo te había hecho ver. Personas con gustos iguales o no, pero con las mismas ganas de vivir, disfrutar y descubrir  que tú.

Y tienes que cortar raíces: en un principio, me sentía frustrada porque veía que ya había dejado de “formar parte” de mi vida anterior. A base de muchas charlas, cafés y lágrimas reconocí que no podía estar viviendo en dos partes: o bien vivía en Madrid o en París,  pero no seguir atormentándome con lo que pasaba allí y empezar a verlo de manera objetiva, cual mero espectador. Obviamente, elegí París: mi vida actual, nuevos amigos que, aunque no son los que he tenido hasta que he llegado a aquí, compartimos la experiencia de ser extranjeros (seguramente algo que muchos de mis amigos no comprenden) y se han hecho un hueco enorme en mi corazón; mi trabajo, mi pareja con la que paso cada día… Esto es lo que elegí.

París es una ciudad dura: de entrada, esto no es el sur de Francia, la gente va a ser muchas veces crítica con tu acento, mientras otros te dirán que lo adoran; si el año tiene doce meses, ten por seguro que once de ellos va a llover y  que diez vas a ir abrigado; el efecto sol juega un papel importante, sobre todo en los españoles, cuando en invierno puedes estar fácilmente tres semanas sin ver un mini rayo de sol; la gente es mucho más fría, pero es cierto que luego cuando te acogen, no van de falsete.
A veces vas a flaquear: me gustaría encontrarme con mi yo de catorce años y decirle que en doce años no va a vivir en Estados Unidos como esperaba, sino en Francia y que, a pesar de no haber estudiado francés, no se te da tan mal… Pero que no te vas a comer el mundo, es más, bonita, el mundo te va a comer a ti. Vas a arrepentirte de no haber pasado más tiempo con tu familia, disfrutando de un café en la terraza, vas a echar de menos los gritos de tus hermanos los domingos por la mañana temprano tras un sábado de fiesta, las comidas en familia los domingos y las quedadas con las chicas. Los cigarros en el jardín en verano y en invierno en el porche “venga el último y a sobar”.

 Pero lo vas a cambiar por “¿una de sushi/muerte por sopa hoy?”, “¿tú crees que nos perderemos hoy?”, “¿cuándo nos vemos esta semana?”, “veeees… te lo dije”, pasear sin motivo alguno, que te rompa a llover y no lleves paraguas (es más, que ni tengas, viviendo en una de las ciudades más lluviosas del mundo), empezar a beber cerveza/vino tinto y descubrir que no estaba tan malo como decías (es que es lo más barato aquí…), mezclar todos los idiomas posibles, conocerte todos los Starbucks de la ciudad, bañarte en el Sena y tomar el sol en bikini en los parques cual guiri (sí, yo que me reía de las alemanas que se iban al Parque del Retiro), porque ahora tu vida está aquí. Esto es lo que has hecho de ella. Pero también es bonito cuando llegas a casa y tienes a alguien que te espera para darte un beso 

Tengo 26 años y supongo que aún me sigue quedando mucho por aprender, pero de momento quiero disfrutar de esta vida. No seré joven eternamente.

martes, 9 de febrero de 2016

Paralelo

Me he querido rendir. Muchas veces. Ya no llego a contarlas.
A veces he querido volver a casa y otras muchas desaparecer. Y es que la época navideña siempre me volvió un poco melancólica.

Me he dentro débil, triste, rota, desamparada. Y me he querido ahogar.
No he querido ver los esfuerzos que he hecho durante un año y medio. He querido abandonar. He querido finiquitar los progresos conseguidos con mi sangre, mi sudor y mis lágrimas. Sobre todo lágrimas. Aunque muchos no las vean. Aunque muchos solo vean mi lado superficial. Aunque muchos solo vean el lado bonito de París. Aunque no sean conscientes de la ausencia de sol, de la cultura diferente a pesar de la vecindad, de la barrera del idioma. Aunque solo vean las fotos en las redes sociales. Aunque no vean todo lo que tú estás perdiéndote en la casa paralela, la tuya, que ya no sabes si es tuya o si lo era.

París no es solo una bonita ciudad repleta de bohemios, copas de vino y que huele a pan. París a veces te traga y te recuerda que eres un grano de arena aunque a veces te sientas montaña. He querido desertar porque no me he visto capaz. Porque he tenido miedo. Porque me he visto al borde del precipicio. Me he asustado y he creído que no estaba a la altura. De muchas cosas, de hecho. Me he sentido aguja en un pajar, perdida. Y no quería que me encontrasen. Tampoco tenía ganas de encontrarme.

Pero entonces me despierto. Y veo. Veo más allá de la niebla. Me digo que no. Que puedo ser sensible pero nunca débil. Que puedo llorar pero que yo no me rindo.

“¿Me estás escuchando, Anaïs?”
“Sí…”
“Repítelo entonces”.
“Yo lucho por lo que quiero. Las personas tropiezan hasta llegar a su meta”.
“¿Y qué haces?”
“Si me caigo, me levanto, me sacudo y continúo. Siempre continúo”.

Porque no hay valientes sin cicatrices. No hay batallas sin pérdidas.
Porque nunca apreciaremos el sol sin haber pasado por tempestades.
Porque yo siempre continúo.

(Feliz año más tarde que nunca...)

martes, 24 de noviembre de 2015

Ocasión

El tintineo de las copas de su sueño le había despertado. O eso, o la lluvia repiqueteando en sus ventanas. Eran casi las seis de la mañana pero se había dormido hacía poco. Aún sudaba del miedo o de la fiebre. Se sentó en la cama a recapitular todo. Lo insólito era los tiempos que corrían y que ella había comenzado a sentirse invadida. Portadora de un corazón  dominado, sin forma, difícil de ver y de entender, pero que en ocasiones latía. Solo a veces, porque luego le entraba miedo y se perdía, se hacía pequeño en su escritorio. Muy, muy pequeño, porque ella le obligaba. Tanto que, de golpe, ella era capaz de cobijarlo en la palma de su mano; tenía que tener sumo cuidado para no estrujarlo, por algún motivo lo cuidaba con tanto recelo. En él estaba escrita la palabra que les unía, la misma que a veces les alejaba. Y en esos momentos, el pánico se camuflaba, se acercaba con sigilo para susurrarle que al final su pequeño tesoro siempre se tambaleaba y se caía.

Parecía que se estaba manteniendo tras todas esas noches de insomnio, tras las madrugadas tejiendo ilusiones, concursando en su propia vida; así ella, serena, pintoresca, el continuo baile de máscaras. Seguía sin descifrar qué era, se sentía polilla, sabiendo que se podía quemar… Le recordaba y la imagen en su cabeza se expandía y contraía el universo de los contratiempos. Tres libros sobre la mesa, un dibujo a medio terminar y ropa acumulada en la silla… Pero solo pensaba “qué pena que mis manos no puedan atravesar la distancia para acariciar y dar esa energía que te falta”. Pensaba en él y se le antojaba imaginarle con una sonrisa al escucharle decir todo esto. Ya se habían leído los labios en diferentes idiomas y se habían bebido los cuerpos a diversas horas también. Se le escaparon dos lágrimas que parecían no querer ir a ninguna parte, solo escapar de allí. No quería palabras para mantenerse viva, quería sentirlo de verdad: con la piel, con los ojos. Ella, con su pequeño corazón que pretendía hacer creer que no había sentido amor ni por su propia sombra. La muñeca de trapo que había vuelto a coserse a sí misma un número considerable de veces, el puzle carente de piezas, la semana sin sábado, el árbol al que el invierno le arrebataba las hojas… Ella intentaba ser un libro abierto, pero sin palabras. Ella era la sonrisa de un mundo triste, la última hoja que le quedaba a aquel viejo árbol a finales de noviembre.

Se acercó hasta la ventana con el edredón y se sentó en el suelo. El aire frío de la habitación se le pegó al cuerpo como si de una chaqueta ajustada se tratase. Cogió el cuaderno que reposaba sobre el sofá y comenzó a escribir con la poca luz que empezaba a asomar.

Espero curarme de ti en unos días. Debo dejar de fumarte, de beberte, de pensarte. Es posible. Siguiendo las prescripciones de la moral en turno. Me auto receto tiempo, abstinencia, soledad, pero mi fuerza de voluntad no sirve contigo.
¿Puedo desaparecer una semana? No es mucho ni es poco, es bastante. En una semana se pueden reunir muchas palabras de amor pronunciadas y prenderles fuego. Supongo que pretendo calentarme con esta hoguera de amor quemado. No quiero crepúsculos de verano ni tardes de otoño, tampoco primaveras lluviosas o inviernos amargos. No quiero pretensión. Y también el silencio. Porque las mejores palabras de amor están entre las personas que no se dicen nada. Hay que quemar también ese otro lenguaje lateral y subversivo del que aprecia. (Tú sabes que tengo mis maneras de decirte que me importas cuando digo “¿vemos una peli?”, “dame un vaso de agua”, “estás insoportable”… ) Tengo una semana para reunirme y saber qué hacer. Soy comienzo en anacrusa y una cadencia rota. El problema es que ya lo sé. Que ya lo sabía, pero me negaba a verlo. Era el trozo de esperanza que ha sido golpeado por la vida pero ahora lo veo. Me veo recordando momentos y frases con la pulcritud de un cirujano, algo tan absurdo como fascinante. Necesito una semana para entender las cosas. Soy un hueco más en este mundo de locos. Aunque esto es muy parecido a estar saliendo de un manicomio para entrar a un panteón”.


Qué imbécil debía ser, ¿no? Y sin embargo, ya veis, ahí seguía escribiendo, como si pretendiese alisar las arrugas de la vida.

jueves, 13 de agosto de 2015

Nómada

Necesito escribir. Necesito encontrar de nuevo el placer de escribir. Y quizá entonces me haya encontrado a mí misma, otra vez. No sé en qué momento me perdí, pero sí sé que empecé a encontrarme una vez llegada a París. Durante muchos años he escrito, pero hace un tiempo me estanqué. Tiene gracia, que justo cuando empiezo a conocerme a mí misma, pierdo una cualidad. Voy en el metro, andando por la calle o sentada en una cafetería y me viene la inspiración, pero cuando llego a casa, se ha esfumado. Supongo que las ideas son como los sentimientos, que cuando tienes muchos se aturullan y se abarrotan todos juntos. Ese debe ser el caso, que no sé qué escribir porque no sé qué sentir. Ni me escondí, ni huí, ni cambié, simplemente me alejé. Me alejé de las mil y una caídas que me habían pelado una y otra vez las rodillas. Del dolor que se me había anclado entre la sexta y la séptima costilla, a veces hasta impidiéndome respirar. Puse alcohol como siempre, para que escueza, para que no me olvide de que el dolor físico sólo es momentáneo, me levanté, me sacudí las manos y aquí estoy. Aquí estoy a pesar de haber caído oníricamente y en la mismísima realidad. 
Como cuando sueñas que caes de un precipicio y el estómago se retracta. Soy un nómada que vaga sin destino.

Hace un par de meses decidí dejar de ser piedra. Fracaso estrepitoso. En algún momento de mi vida tendré que ser realista y dejar de lado el corazón con caparazón de rocas. El caso es que a veces es más fácil no sentir, que el mismo miedo a tener que aceptar que puedes sentir. Que una coraza sobre un vestido de gasa no es lo más estiloso ni lo más cómodo, pero sí es lo más seguro. Nos aferramos a un tipo de seguridad y yo tengo la mía bajo mi coraza. En algún momento de mi vida me dijeron que quien no arriesga no gana, pero a veces arriesgar significa perder y yo, a mis veinticinco años, sigo siendo una perdedora pésima. Cuando decidí levantarla, no sabía que los dedos se me iban a atrofiar al intentar abrirla. No es tan fácil. Cuando echas la vista hacia atrás, lo que te entra es pánico, y lo único que haces es abrazarla incluso con más fuerza. Me gusta mi coraza, a pesar del óxido, del peso, de las marcas de bala… Pero me hace sentir protegida. Por una parte es ridículo, he salido de mi zona de confort pero “sigo sin quitarme el chupete”, o algo semejante. He pasado muchas noches en vela puliéndola, noches en las que no he dormido absolutamente nada y de hecho aún soy incapaz de dormir una noche del tirón. He masticado la fragilidad hasta que se ha visto reflejada en mis ojos.

¿Cómo explicar al resto del mundo algo que no pueden entender? Es como cuando Galileo Galilei explicó que la Tierra no era plana sino redonda. Pues bueno, yo tengo miedo a exponerme. Un jarrón roto nunca vuelve a ser uno nuevo. Ni siquiera sé si quiero ser uno nuevo… ¿Soy un jarrón? El que no juega con fuego se muere de frío, pero también puedes salir con la mano llena de ampollas. Me he perdido entre el caos y la destrucción de uno mismo, he intentado recomponerme a base de tiritas; me he perdido sola y acompañada, en la ciudad, en la montaña y en la playa; me he perdido literalmente y a veces  no tanto. He llorado hasta la saciedad: a escondidas y en público cuando me harté de tener que hacerme la dura; he llorado con verdades y con mentiras, hasta que me han escocido las mejillas, hasta que me he quedado dormida de cansancio, hasta que me dije basta. He gritado hasta que escupí la angustia, hasta que me ha dolido la garganta, hasta que he dicho todo lo que tenía que decir. Me he autocuestionado preguntas que aún no tienen respuesta y que probablemente, no la tengan jamás. He tenido que elegir entre el resto y yo, entre mi familia y mi vida, entre miles de cosas. He tenido que crecer a pasos agigantados mientras el resto miraba los coches, las estrellas y los pájaros pasar.

Total, que yo lo que quería era escribir y las palabras van y vienen en diferentes idiomas y se estancan entre lo que quiero decir o lo que puedo decir. Espera, no, eso es  hablar. Yo hablaba de escribir. De cuando me sentaba en la playa con mi cuaderno y era capaz de hacerlo durante horas. Cuando dejaba el bolígrafo y se me agarrotaban los dedos cual pianista. Tengo las palabras y no sé cómo plasmarlas. La música suena y me evado por segundos, quizá minutos. Tengo el comienzo. ¿El comienzo de qué? De lo que no puede ser. Del peso y del miedo de una armadura de cien kilos tras caer a tus espaldas cuando te quedas a solas. No importa las veces que te puedan ver desnuda, la coraza se mantiene hasta que tú te la quieras quitar… O hasta que alguien es capaz de ver a través de ella. Yo una vez me creí Ícaro y me quemé las alas. Hasta que volvieron a crecer, me costó mucho tiempo y sacrificio. En soledad, las abrí y me enorgullecí del trabajo realizado. Hace unos días me dijeron que, por muy bella que sea tu obra, nadie va a ser capaz de apreciarla sino se muestra. Soy los relojes blandos de Dalí, soy la persistencia de la memoria, la persistencia de mi propia memoria, consciente del tiempo que se me escurre entre los dedos, soy el llanto en La Lacrimosa de Mozart, soy El Pensador de Rodin hecho idea, soy uno de los muchos puentes de esta ciudad y pese a mi 1.64 cm puedo sentirme tan grande como la mismísima Sagrada Familia de Barcelona; soy el preludio de muchas historias pero no sé si quiero ser el final de alguna.

Yo necesitaba escribir y supongo que algún día volveré a hacerlo. Con más o menos fuerza, pero podré hacerlo cuando las palabras me encuentren y yo haya dejado de buscarlas. Lo que necesito es dejar de engrasarme las manos cuando decido que voy a quitarme la coraza. Es el miedo anticipado. Es como cuando sabes que la plancha está caliente pero la tocas rápido para asegurarte, o cuando pasas el dedo cerca de la llama de la vela. Es absurdo pero es un acto reflejo. Yo me digo que voy a quitármela, pero me lavo las manos con aceite y cuando quiero abrir la primera banda de sujeción, soy incapaz. Resbala. Es un autoengaño: “ay, quiero quitarla, pero no he podido…” Es una manera cobarde de actuar. No soy tan valiente como el resto del mundo piensa. He tenido miedo. He tenido miedo hasta sentarme en un rincón, abrazándome las piernas y deseando que acabase todo.  He tenido miedo de creer, de levantarme (a pesar de saber que el suelo no podía ofrecerme nada más), he tenido miedo de dormir y de despertarme. He querido desistir y preguntar qué es lo que se espera de mí. 

Me he sentido atada de pies y manos, y no ha sido siempre ni deseado ni agradable. He peleado y luchado por cada una de las cosas que he querido y las he conseguido, porque he tenido fuerza de voluntad. He reído hasta que me ha dolido la tripa, hasta llorar y viceversa. He bailado hasta que me han dolido los pies y he querido tirar los tacones al Sena. He asaltado barcos en noches de alcohol y he contado historias que me han perseguido en pesadillas. Me han dado Kleenex y yo he tenido que dar otros muchos. Pero yo también he hecho daño, también he hecho llorar, también he hecho gritar, he hecho desesperar. Me he equivocado y se han equivocado, como todos en esta vida, supongo.


Algún día voy a escribirlo. Tengo que confiar. Escribiré sobre el ruido que hizo al caer y contaré cuántas marcas de casquetes de bala quedaron en ella. Pero a pesar del óxido, aún quedan atisbos de brillo y mi desnudez sin ella es más incómoda que la desnudez real. 
Yo quería escribir… Y no sé si lo he terminado haciendo…

sábado, 9 de mayo de 2015

Midiendo milímetros

Tú y yo no teníamos que conocernos. Por eso al principio, quizá no vi las señales de un domingo de resaca y una tarjeta de crédito perdida. Pero a la tercera va la vencida. Y nos conocimos. Te seré sincera: el físico tenía un sí del que no me quería convencer. Pero me resultó gracioso que hicieses bromas acerca de mi voz (obra de una bonita resaca de domingo…) Seguí hablando contigo, cosa que era difícil, porque casi hay que pedir la vez para tener el turno de palabra… Le Marais, Bastille y bajando por los jardines de Trocadéro me contaste la leyenda de porqué la Tour Eiffel tiene forma de A. Según tú, porque la musa de Gustave Eiffel se llamaba Anaïs y porque además era símbolo del Amor que le profesaba. Tú y yo no teníamos que conocernos. Cuando te corté con mi frase y el  “no doy besos en las primeras citas”, intenté escabullirme. Es cierto que estudio mucho a las personas y que realmente con una hora me basta y me sobra. Y contigo debe ser que lo sabía. Desde que llegué a París no sé con cuántos hombres me he visto. Si no me interesan es tan fácil como suprimirles de Tinder y, a unas malas, si has proporcionado el número de teléfono, bloquearles. Ya llevaba a varios bloqueados cuando te conocí. Pero tú te limitaste a sonreír tras mi brusca intervención, cogerme del brazo y pasearnos por los Champs de Mars.  Y seguíamos hablando. La última copa al lado de Arc de Triomphe creo que me dijo algo así como “es la cita más larga de tu vida”: llevaba todo el día contigo. Y no estaba mal, ni mucho menos, pero me sentí peligrar.

Tú y yo no teníamos que conocernos. Esa noche llegué tarde a casa de V y además ella tenía que madrugar para ir a las clases, lo que implicaba que no estaba de humor, pero aun así me preguntó que qué tal había ido. “No. No me gusta”, fue mi escueta respuesta. “Pues para no gustarte, te has tirado todo el día fuera con él, ¿qué habéis hecho?”. V tenía razón. Pero tuvo más cuando me dijo “te gustará”. Yo hice caso omiso, te contesté al mensaje y me dormí. Las próximas veces evitaría quedar contigo bajo todo pretexto. Pero no te bloqueaba (porque ya teníamos el número), mientras tú habías eliminado tu cuenta de Tinder . Pero te daba largas. Las máximas posibles, porque esperaba que desistieras. Había veces hasta en las que me molestaba que me escribieses y ponía los ojos en blanco. “¿Otra vez? ¿Por qué no te cansas?” Y para colmo, terminé dándote mi Facebook. Regla nº 2: “nunca proporciones información personal puesto que nunca sabes cuándo podrán utilizarla en tu contra”. Bravo. ¿Por qué no te habría bloqueado antes?

Tú y yo no teníamos que conocernos, pero hubo una segunda vez. Cuando me llevaste a ese bar inspirado en los años 20 del que quedé enamorada. Y aquella noche sí nos besamos, no sé exactamente en qué puente, pero Notre-Dame nos quedaba al lado. Me subí al taxi y quise desaparecer mientras miraba por la ventanilla las calles del París iluminado que atravesaba. Llegué a casa de V (quien me había dejado las llaves) y te contesté al mensaje, pero me dije que tenía que cortar este juego. “Pondré fin a esto”. Y seguía recibiendo mensajes que, aunque me quejaba, en cierto modo, me gustaba. De verdad. Y era precisamente porque lo veía venir. Y volvimos a quedar, esta vez, con vinos de por medio. Y claro, toda despedida termina con un beso. Pero la cuarta fue en el hospital. Si vas a visitar a alguien a un sitio así, al menos es porque hay un mínimo de interés, ¿no? Me maldije a mí, a ti, a Tinder, a París y a sus bonitos días soleados. Sobre todo porque tú y yo no teníamos que conocernos. Y me dijiste que te negabas a que me fuera de vacaciones sin que nos viésemos y comimos juntos en Maisons-Laffitte. Y quise odiarme, pero lo hice en vacaciones cuando me sorprendía pensando en ti. O enviándote fotos. Que cuanto más luchas y más te quieres encerrar en tu caparazón, hay gente que va intentando con cuchara que te lo quites. Es fácil: yo soy feliz con mi coraza. Me gusta. No tengo que dar explicaciones, adoro mi libertad, aprecio mi tiempo y bajo ella, nada ni nadie puede dañarme. Por eso no me gusta hablar de mí, porque cuanto más sabe la gente, más facilidades adquieren para dañarte. El ser humano no es tan bueno, como tú me dijiste. “Es que lo ves todo negro y con esas informaciones que publicas en Facebook lo único que vas a conseguir es un suicidio colectivo”. El ser humano nace bueno, pero no todos lo son. Y dañan.

Y tú y yo no teníamos que conocernos porque bajo mi caparazón de tortuga estoy satisfecha. Porque si me lo quito voy a quedar expuesta otra vez a todas esas maripositas de mierda que terminan acercándose al arco iris y la verdad es que suena bonito, pero los corazones cuando se resquebrajan no. Que no hay que tener miedo, que por haber suspendido en junio no hay por qué temer a septiembre. El problema es cuando has suspendido seis veces (en febrero, en junio) y pides convocatorias extraordinarias a mansalva. Y claro, pues ya te fías menos. Que si fueses menos inteligente, quizá esto no habría pasado. Que yo lo que quería era conocer a alguien y pasar el rato, no era tan difícil, joder. Que si yo fuese más fácil de entender y tú no fueses tan bromista, atento y diferente al resto, pues todo sería mejor. Mejor, porque me da miedo. No, no es miedo. Es pánico a tener que vaciarme otra vez, contar mi vida, que la entiendan sin juzgarme y además que se queden a ver el resto de la película, con palomitas o sin ellas.

Tú y yo no teníamos que conocernos y aquí estamos. Tú de aquí y allá y yo de allí viviendo aquí. Tengo miles de preguntas y la mitad de ellas comienzan con “¿y si…?” Que como te dije, desde el primer momento me inspiraste una confianza que no era normal. Y eso era lo que intentaba descifrar. Pues dimito. No puedo hacerlo. Verás, no soy tan valiente como parezco, porque sino, tendría un escudo y una espada, no una coraza. No soy princesa ni quiero que me salven. Yo no nací para ese tipo de cuentos aunque a todas nos guste escucharlos. El problema es que también debo confiar… Y no es lo mío, ¿sabes? Quiero decir que, a pesar de ser una persona a la que le gusten las aventuras y el riesgo, cuando se trata de arriesgar mi corazón, retrocedo. Y no tres escalones, sino que bajo toda la escalera de un salto. Quien no arriesga no gana y es cierto que la zona de confort no es lo mío.
Tú y yo no teníamos que conocernos… Pero aquí estoy, recapitulando hechos. Sí, sí te iba a echar de menos cuando me preguntaste en tu coche; pero a pesar de que hable y me enrolle cual persiana, es cierto que a veces voy de dura. Es mucho más fácil adoptar ese papel que tener que interpretar el mío propio. En tu casa me dijiste, cuando te conté una pequeña (y resumida) parte de mi vida, que en cierto modo comprendías por qué reaccionaba así con los hombres y por qué os someto al análisis que hago. Y te dije que, bueno, no es la vida de ensueño, pero es la mía y la que me ha tocado vivir. Es cierto que mido todo al milímetro y quizá por eso, bajo la influencia de unas copas de alcohol sale mi verdadero yo, más atrevida y despreocupada. Porque la vida no está hecha para ir midiéndola. Sino para disfrutarla.


Tú y yo no teníamos que conocernos pero, por casualidades de la vida, lo hicimos. Y quise evitarlo pero no pude. Sí, creo en el destino, así que a lo mejor no debería hablar de casualidad. También creo en el karma. Y creo que ya no necesito más tiempo para pensar a pesar de que la vuelta no está cerca.
A lo mejor estaba escrito.
Quizá sí debíamos conocernos